Cristo escarnecido
Terracota policromada
24 x 14 x 12 cm
Siglo XVII
Monasterio de Santa María del Valle, Zafra
Hacia 1580, san Juan de la Cruz notaba que la imagen religiosa tenía como fin «mover la voluntad y despertar la devoción» de los creyentes y por modelos escogía «las que más al propio y vivo están sacadas», al margen del «valor y curiosidad de la hechura y su ornato». Palabras ajustadas a la doctrina conciliar, aprobada años antes en Trento, que halla en la imaginería un recurso para conmover a los fieles, aleccionarlos en los principios de la fe y, de paso, contrarrestar la iconoclastia de los reformadores protestantes.
Aunque no eran novedosas, las imágenes vestideras adquieren a partir de entonces una enorme popularidad por su potencial dramático y su adaptabilidad a los ciclos litúrgicos. Pero, también, por su menor peso, aliviando algo su carga en los cortejos procesionales: funciones litúrgicas externas consideradas muy convenientes para la piedad popular dado su alto poder de sugestión.
Para componer una de esas imágenes se modeló en barro, luego cocido y policromado, la mascarilla que exponemos: un rostro de Cristo patético y sanguinolento, que eleva su mirada y entreabre suplicante su boca. La pieza se insertaba en un vástago de madera, al que se ataba con cuerdas pasadas por los agujeros que se advierten. Ensambladas y articuladas llevaría las extremidades y un juego de costales rellenos o almohadillas le darían forma humanizada. Telas, pelucas y otros aditamentos lograrían, al fin, verismo.
La imagen de Cristo escarnecido así formada se utilizaba en evocaciones del ciclo pasional: la Coronación de espinas, el Ecce Homo o el popular Nazareno con la cruz a cuestas camino del Calvario. Tan solo bastaba con mudar de postura, ropajes y atributos a la figura para alcanzar el objetivo iconográfico deseado.
Juan Carlos Rubio Masa