Lápida funeraria
Mármol
18,5 x 42,5 x 4,5 cm.
Finales del siglo XV o comienzos del XVI
Monasterio de Santa María del Valle. Zafra
Inscripción:
«ESTA SEPVLTVRA [E]S/ DE MARYNA GYMENEZ/Y SVS [H]I[JOS Y] EREDEROS»
El mes de noviembre es el tiempo que la liturgia consagra a los fieles difuntos. Los cementerios se llenan de deudos, que llevan piadosos flores y velas a las tumbas, y las iglesias celebran novenarios por las benditas ánimas del Purgatorio.
Desde los primeros tiempos, los cristianos, que profesan en el Credo la resurrección de los muertos y la vida eterna, tuvieron siempre gran piedad al recordar a los difuntos en sus sufragios y procuraron enterrar sus restos mortales a la sombra de las iglesias.
Precisamente uno de los objetivos de la fundación del Monasterio de Santa María del Valle, por los primeros Señores de Feria, fue el funerario: sus «cuerpos huelgan en medio del coro de las religiosas», reza una inscripción.
Mas ese entierro fue excepcional, sus descendientes se inhumaron en la capilla mayor de la iglesia o en la capilla ducal. Como patronos, los Suárez de Figueroa se habían reservado los espacios más preeminentes, y en ellos dispusieron cenotafios o laudes que hiciesen memoria.
La nave eclesial, por ende, quedó para sepultura del mejor postor: dividida en fosas regulares, el pavimento mostraba las lápidas de los que, teniendo fortuna suficiente, habían conseguido ser enterrados allí. Estampa que se mantuvo hasta que, a fines del XIX, una desafortunada reforma sacó las losas de la iglesia.
Recuperadas recientemente, forman un interesante muestrario epigráfico y heráldico, que espera ser expuesto. De entre ellas hemos extraído esta pequeña lápida de mármol de cronología imprecisa, bajo la que se encontraría la sepultura familiar de Marina Giménez y sus descendientes, como su leyenda certifica.
Mármol
18,5 x 42,5 x 4,5 cm.
Finales del siglo XV o comienzos del XVI
Monasterio de Santa María del Valle. Zafra
Inscripción:
«ESTA SEPVLTVRA [E]S/ DE MARYNA GYMENEZ/Y SVS [H]I[JOS Y] EREDEROS»
El mes de noviembre es el tiempo que la liturgia consagra a los fieles difuntos. Los cementerios se llenan de deudos, que llevan piadosos flores y velas a las tumbas, y las iglesias celebran novenarios por las benditas ánimas del Purgatorio.
Desde los primeros tiempos, los cristianos, que profesan en el Credo la resurrección de los muertos y la vida eterna, tuvieron siempre gran piedad al recordar a los difuntos en sus sufragios y procuraron enterrar sus restos mortales a la sombra de las iglesias.
Precisamente uno de los objetivos de la fundación del Monasterio de Santa María del Valle, por los primeros Señores de Feria, fue el funerario: sus «cuerpos huelgan en medio del coro de las religiosas», reza una inscripción.
Mas ese entierro fue excepcional, sus descendientes se inhumaron en la capilla mayor de la iglesia o en la capilla ducal. Como patronos, los Suárez de Figueroa se habían reservado los espacios más preeminentes, y en ellos dispusieron cenotafios o laudes que hiciesen memoria.
La nave eclesial, por ende, quedó para sepultura del mejor postor: dividida en fosas regulares, el pavimento mostraba las lápidas de los que, teniendo fortuna suficiente, habían conseguido ser enterrados allí. Estampa que se mantuvo hasta que, a fines del XIX, una desafortunada reforma sacó las losas de la iglesia.
Recuperadas recientemente, forman un interesante muestrario epigráfico y heráldico, que espera ser expuesto. De entre ellas hemos extraído esta pequeña lápida de mármol de cronología imprecisa, bajo la que se encontraría la sepultura familiar de Marina Giménez y sus descendientes, como su leyenda certifica.
Juan C. Rubio Masa
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