Nimbo franciscano
Plata en su color repujada, cincelada, grabada y picada de lustre
21.6 x 14.5 cm
Carece de marcas
Segunda mitad del siglo XVII
Monasterio de Santa María del Valle, Zafra
Estando en el solitario eremitorio del monte Alverna, mientras oraba, Francisco tuvo una visión: «vio bajar de lo más alto del cielo a un serafín que tenía seis alas tan ígneas como resplandecientes» que, al desplegarlas, dejo ver «la efigie de un hombre crucificado».
Aturdido, el santo no alcanzaba a descifrar lo que veía ni el «gozo mezclado con dolor» que sentía. Se alegraba y se compadecía. Y, al tiempo que cavilaba, le «comenzaron a aparecer en sus manos y pies las señales de los clavos». Eran «unos clavos de su misma carne… que, si se les presionaba por una parte, al momento sobresalían por la otra, como si fueran nervios duros y de una sola pieza». Y «en el costado derecho -como si hubiera sido traspasado por una lanza- escondía una roja cicatriz…».
En los dos años que viviera tras el suceso, Francisco se cuidó de ocultar estos dolorosos estigmas a sus hermanos, aunque fue difícil no advertirlos por los más cercanos; pero, tras su deceso, en Asís en octubre de 1226, mientras se amortajaba su cadáver, se hicieron patentes para todos.
Entendidas como un signo de su vinculación cristológica, las cinco llagas sangrantes comenzaron a venerarse y, con el tiempo, se tornaron en emblemas del franciscanismo. Dispuestas en aspa se advierten en el centro de este nimbo o aureola que, realizado seguramente en un taller de platería zafrense, sirve para rodear la cabeza de una imagen del santo como signo distintivo de su santidad.