jueves, 30 de abril de 2020

LA FIESTA DE LA CRUZ DE MAYO EN FERIA


Fotografía de Justa Tejada

Poco se puede aportar a lo ya escrito sobre las fiestas de la Cruz de Mayo en Feria. Siempre que me inquieren acerca de esta cuestión, me remito al que fuera insigne cronista de la localidad, el añorado D. José Muñoz Gil, quien con oficio, conocimiento y mucho sentir ha descrito la Fiesta y lo que significa. Ha sido su juglar, su glosador, su historiador. Pocos como él han sabido comprenderla y, por supuesto, alentarla; preservando el rico legado popular e incorporando nuevos elementos como la representación de La Entrega. Un amor y dedicación que supo encauzar el sentir de Feria hasta convertir la celebración en elemento indisociable de su identidad. Basta hablar con cualquier vecino para comprender que vestir las cruces que son portadas en andas en la procesión, las que se instalan en habitaciones bellamente engalanadas o las que permanecen en parvos altares, constituyen la expresión más acabada de su esencia histórica. Pues no otra cosa son las cruces gestadas a lo largo de incontables días y noches en su mayoría por mujeres –sirva de ejemplo Nines Montero−, legatarias y transmisoras del oficio de arropar aquellas. El esfuerzo que realizan es inmenso, sacrificando su tiempo y el de sus seres más queridos. Es tal la autoexigencia y la responsabilidad que adquieren con su idea que el nerviosismo aflora a medida que se aproxima el día señalado. Lo que contrasta con el ambiente faulkneriano que envuelve a la villa. Hasta que llega el día… Entonces, el recelo se trueca en explosión de júbilo cuando las cruces traspasan los umbrales de los improvisados talleres. Por doquier surgen genuinas obras de arte. El colorido de los aderezos florales anonada lo sentidos.

Fotografía de Justa Tejada

Verlas desfilar en la procesión por el intrincado dédalo de calles, ya de por sí inigualable, resulta un espectáculo sobrecogedor. Y embriagador, a causa de la melopea que trasmiten las décimas y las coplas que se entonan. Ambiente de irrealidad que continúa tras girar visita a las viviendas que tienen cruces y altares instalados, para solaz de todos. La plasticidad del conjunto adquiere carácter pictórico a la vez que invita al recogimiento, pues de los pliegues de los tejidos que enmarcan la cruz, objeto precioso que concentra la mirada, penden anhelos y esperanzas. Finalizado el itinerario, y vuelto uno a su ser, comprendo el porqué de los galardones y distinciones de que goza la “Fiesta de la Cruz”. No en vano constituye la expresión más acabada de una devoción a la Cruz cuyo origen se remonta a las postrimerías de la Edad Media con el surgimiento, como en otros muchos lugares, de las cofradías de la Vera Cruz. Esta, denominada simplemente de la Cruz en los siglos modernos, congregó en torno a sí a buena parte del vecindario −algo más de cuatro centenares, de ambos sexos, nos informa un expediente elaborado en la segunda mitad del siglo XVIII−, quienes con mucho esfuerzo conseguían reunir un magro caudal con el que hacer frente a los gastos derivados de la función eclesiástica, sermón y procesión –nada se nos dice acerca de la manufactura de cruces− que celebraban el día de la Invención de la Cruz. Actividad que cesó en los primeros compases del siglo XIX a causa de las disposiciones legislativas, la desamortización de Godoy y, por último, la guerra de la Independencia. Su espíritu retornó en las décadas finales del Ochocientos en forma de asociación de carácter benéfico, Sociedad de la Santa Cruz –posteriormente como hermandad−, en consonancia con la doctrina social de la Iglesia imperante en esos momentos. La labor por ella desplegada vino lastrada, hasta su extinción en la II República, por la compleja situación política. Tras el conflicto civil la Fiesta resurge con inusitados bríos, dando respuesta a lo que los nuevos dirigentes demandan del mundo rural para afrontar la autarquía. A tal fin idealizan lo agrario, convirtiéndolo en esencia del nuevo espíritu nacional, y ensalzan y promueven las representaciones ancestrales. La Iglesia bendice la nueva empresa. El calendario litúrgico y devocional se inserta en el ritmo estacional de las labores agrícolas. Las fiestas adquieren un significado religioso, que es la obligación que tienen los hombres de agradecer la abundante prodigalidad de la naturaleza. La celebración de la Cruz de Mayo de Feria casa bien con ese proyecto. Pues qué es la Cruz sino la inversión del árbol paradisíaco de la vida.

Para ocultar su desnudez, se pergeña un manto floral o de otro tipo. El ingenio se torna maestría y obra el prodigio. A partir de entonces, la Cruz y Feria quedan unidas por la argamasa del tiempo.

Fotografía de Juan Carlos Rubio
Fotografía de Juan Carlos Rubio


Tomado de José Mª Moreno González. “Feria, las Cruces de Mayo”. Madreselva, número 17, mayo-junio, 2016

martes, 28 de abril de 2020

EL BILLAR EN ZAFRA, MÁS QUE UN JUEGO UNA TRADICIÓN

Resulta grato, a la vez que sorprendente, ver en la pantalla de televisión imágenes de partidas de billar, aunque sea la modalidad inglesa conocida como snooker. Nadie diría que un juego, en apariencia, sencillo y un ritual cuidado sea un reclamo atractivo. Pero se equivoca quien piensa así. El juego de billar requiere de una habilidad y un ingenio poco común. Pues ser espectador de una partida con jugadores expertos es presenciar una fascinante dialéctica de geometría mental y visión espacial.

No está claro el origen de este juego, aunque hay estudiosos del tema que lo remontan a la Antigüedad. Lo cierto es que durante la Edad Moderna se hallaba muy extendido en Europa. Que esto era así basta con mencionar que el filósofo escocés David Hume recurrió al billar para explicar su concepto de causalidad. O que el gran pensador alemán Inmanuel Kant obtuviera con su práctica algún dinero con el que subvenir las necesidades diarias.  También fue instrumento de distracción para llenar los momentos de ocio de la corte. Divertimento real que influyó sobremanera en la expansión del billar, pues como era usual en los demás estamentos sociales pronto hicieron suyo el mencionado divertimento real.




Son diversas las variantes que existen de este juego, pero en España la que ha venido predominando sobre las demás es la conocida como billar francés. Probablemente su llegada se remonta a los inicios del siglo XVIII, cuando la dinastía de los Borbones en la persona de Felipe V herede la Corona española. Según las crónicas de la época era habitual que tanto el rey como Isabel de Farnesio, su segunda esposa, entretuvieran sus veladas vespertinas con la “guerra de palos y bolas”. A Zafra, como a otros lugares de la península ibérica, no tardó también en llegar. A las élites locales se sumaron los zafrenses del estado llano, que disfrutaron de este juego en cafés y bares. Para corroborar este aserto tenemos noticias del año 1792, en que se nos informa que un gran aficionado y practicante de billar era Francisco Díaz Colorado, enfermero de Hospital de Santiago. Por cierto, una inclinación que le costó más de un disgusto.

Mientras vivió, también debió ser un apasionado de este pasatiempo el zafrense Antonio Sánchez Ochandiano, pues poseía en su casa «una mesa de villar, con seis tacos, dos bolas de marfil, un rosario de bolas pequeñas de madera para tantear, dos tablas para el uso de apuntar las guerras, una, y la otra, para tantear, e igualmente una percha para destino común…». Enseres que fueron vendidos tras su deceso por Francisca Moreno, su viuda, al también vecino de Zafra Pedro Capitán en 1833. 

Una muestra más del apego al caramboleo la encontramos en un café y billar ubicado en la plaza Grande, propiedad de la sevillana María Amparo Navallas Pérez, que en 1875 lo traspasa al zafrense, originario de la localidad jienense de Puerta, Justo Marín Bono en 1875. En esta ocasión los elementos relacionados con el juego eran: una mesa de billar, veintidós tacos de diferentes formas y clases, dos taqueras medianas −una de ella pintada−, dos tanteadores –uno de caoba−, dos juegos bolas y un entarimado.

Ya en el siglo XX, los aficionados a este juego lo pudieron practicar con mayores posibilidades al proliferar los establecimientos con mesas de billar. El Salón Romero, hasta que un incendio acabó con el edificio. Los billares de Casa Eugenio, en las inmediaciones de la glorieta Comarcal, hasta comienzos de la década de 1970. También fueron lugares propicios, con alguna reserva, el Centro Recreativo Segedano y el Casino. El salón recreativo de la calle Cervantes. Y posteriormente el Hogar del Pensionista y los espacios hosteleros de “Las Tres Rosas”, “Los Billares”, “Ceca” y “Aitor Pool”.

Fue cuestión de tiempo que algunos aficionados se agruparan, lo que acaeció en los primeros compases del nuevo milenio, cuando se constituyó el “Club Billar Zafra”. Aunque su fin primordial es la práctica del billar, también emprendieron una labor pedagógica con jóvenes y niños, a los que, con la colaboración del Ayuntamiento, se les enseñó los rudimentos del juego. Una labor educativa que desgraciadamente solo pervivió dos años al faltar el apoyo económico necesario. El Club ha participado en diversas competiciones y obtenido varios galardones, pues no en vano cuenta entre sus miembros a destacados jugadores como Santi Durán o Andrés Arroyo. Sin embargo, a pesar de sus esfuerzos la agrupación transita por momentos críticos, pues carente de ayudas es probable que asistamos en poco tiempo a la desaparición de algo más que un juego, a una tradición. Por ello, si no queremos que el juego de billar en Zafra se convierta en un simple recuerdo, como ha sucedido con tantas otras cosas, habría que arbitrar una fórmula que ayude a este colectivo. Quizás, para empezar, no estaría de más darse una vuelta por su sede.

Allí nos vemos.

Tomado de Moreno González, José María. "El billar en Zafra, más que un juego una tradición". Madreselva, 22, abril-mayo-junio, 2017.

viernes, 24 de abril de 2020

EL CUBO DE LA MURALLA Y LA PUERTA DE BADAJOZ

La puerta de Badajoz libre del muro que la cegaba
 
Todos los días, al terminar mi jornada en el Instituto, paso bajo el arco del Cubo. Todo los días, hasta hace unos pocos, dejaba a un lado una nave-taller abandonada, cuyo volumen ocultaba un trozo bien conservado de la muralla urbana de la ciudad y la mitad del torreón norte de la misma, y la desde antiguo cegada puerta de Badajoz, que se abría dentro del propio torreón.

Poder ver desembarazo de obstáculos este entorno, poder ver la puerta practicable era una vieja ilusión, anidada en todos los que amamos el patrimonio de Zafra. Un sueño que por fin estamos viendo convertido en realidad gracias al interés y la gestión del actual equipo de gobierno municipal.


Detalle de la imagen anterior. Pueden verse el umbral y los escalones añadidos

Pero seguro que algún lector querrá saber algo de la historia de ese entorno, antes de comentar la demolición del taller y la liberación de añadidos de estos espacios.

Retrotraigámonos, pues, al 20 de mayo de 1426. Ese día, en una ceremonia «a hora de misa», el joven Lorenzo Suárez de Figueroa, el que llegase a ser primer Conde de Feria, en presencia de su padre, a la sazón primer Señor de Feria, puso la piedra inaugural de las obras de la muralla de la villa. Bajo la misma, para memoria del evento, había colocado media dobla de oro, en la que los nombres grabados de Cristo y María servirían de cimiento espiritual. Unos veintitrés años duraron las obras, en las que coadyuvaron, además del arca señorial, la del concejo y la mano de obra del vecindario. Fue, pues, una obra comunal que buscaba el progreso de la villa, al dotar a los comerciantes y artesanos de una seguridad de la que carecían; aunque, también, como contrapartida sirvió para el control impositivo de la producción y del comercio por parte de su señor jurisdiccional.

En 1449 y ya cuarentón, Lorenzo Suárez mandó colocar un tablero epigráfico conmemorativo de la terminación de la cerca en la puerta de Sevilla, que fue lo último que se construyó. Quizá la zona contraría, la de la puerta de Badajoz, la que ahora nos interesa fuese la primera.

La muralla fue fabricada de mampostería pobre. Un documento de 1784 señalaba que está hecha de «piedra tosca y tierra» y tenía una altura de seis varas (poco más de cinco metros) y un grosor de tres (unos dos metros y medio), datos que se advierten en la zona que el derribo del taller mecánico ha dejado visible. Para defensa del adarve, la cerca llevaba merlones, no sabemos si paralepipédicos o con cobertura piramidal. De estos últimos subsisten algunos en lo que resta de la barbacana del alcázar, junto a la puerta de Palacio; de los primeros ninguno, si bien parecen advertirse en algunas zonas de la muralla en la conocida estampa Profil de la ville de Çafra en Espagne, del grabador Israel Silvestre, que se guarda en el Museo Santa Clara. Una imagen que, por la posición del dibujante, no refleja el aspecto de la zona que nos ocupa.

El objetivo prioritario que animaba al artífice que diseñó la puerta de Badajoz y el baluarte del Cubo era la señalada recaudación impositiva. Si atendemos al plano de Zafra realizado por Coello, en la puerta Norte del recinto murado, la que nos ocupa, confluían los caminos de Badajoz, ciudad que por aquel entonces estaba controlada por los Suárez de Figueroa, y los de Feria y Fuente del Maestre, y a través de ellos los del resto de las villas y aldeas del Estado señorial.

Tal como hoy vemos la puerta y el torreón, a menos que se indique, no se percibe con claridad esa función fiscalizadora: la puerta medieval se concibió originalmente dentro del torreón o cubo, al que atravesaba en acodo, para enfilar intramuros por la calle Badajoz. Dentro los oficiales señoriales o concejiles tendrían su oficina de control y recaudación de todo lo que se mercadeaba a través de los caminos y calles que en ella confluían. Seguramente, en el siglo XV, los dos niveles de que consta el cubo estuviesen comunicados; pero separados por una estructura de madera que servía de techo a uno y de suelo a otro. Si bien, a finales de la centuria siguiente se construyó la bóveda de crucería simple que hoy vemos, que apoya sobre tres ménsulas y una columna adosada. Sus empujes, no resueltos completamente a pesar del enorme grosor de los muros, son los responsables de las grietas que vemos en la torre y de la ligera separación de las dovelas de la portada.


Interior del Cubo. Antes de retirar el suelo decimonónico y resultado final


En tiempos modernos, obsoleto su destino y siendo un obstáculo al tráfico, se cegó la puerta y se abrió un arco más amplio en el lienzo de muralla adjunto. Fue entonces cuando la puerta de Badajoz perdió su nombre, para comenzar a llamarse arco del Cubo. De estos cambios da cuenta un documento de 1774 que señala que «antiguamente era la entrada al pueblo por dicho cubo, y la justicia, para evitar los perjuicios que ocasionaban sus ocultas entradas, dispuso condenar y tapiar las puertas y abrir un arco muy capaz y descubierto en el lienzo de la muralla». Esta posición desequilibrada ha propiciado que varios autores llegasen a creer que pudo existir otro torreón similar en el lado opuesto del arco.

Probablemente en el siglo XV, la de Badajoz fuese la puerta más importante, tanto desde la óptica de las relaciones comerciales, como por su apariencia simbólica, al ser el acceso inmediato a la villa desde el área de influencia más importante. Razones que llevarían a colocar el cubo, muy sobresaliente por su planta ultrasemicircular, en la zona más aguda del enorme óvalo perimetral de la muralla, como si fuera el mascarón de proa de un barco, y sobre la puerta los escudos pareados, seguramente de Lorenzo Suárez y de su esposa María Manuel, y una hornacina con un relieve marmóreo que representa a Santiago Matamoros, alusión clara a la orden de caballería a la que tan unida estuvo el linaje.

A finales del siglo XVIII se anotaba que el cubo está «luzido todo con la imagen de Señor San Santiago de medio relieve descubierta y las armas de la Casa de Feria también descubiertas, aunque apenas se conocen», por lo desgastadas que estaban. El relieve, también, muy erosionado, aún permite ver detalles como la capa, el sombrero de peregrino que lleva el apóstol sobre la armadura, las vieras santiaguistas y su factura gótica. No puede sostenerse, pues, que represente al segundo Señor de Feria, al constructor de la muralla, como hemos leído. Además los nobles españoles de esa época no estaban ni estuvieron imbuidos de la mentalidad renacentista italianizante que les llevase a retratarse en lugares tan visibles. Tan solo, muchos años después, veremos como sus retratos irán cobrando vida en los cenotafios que mandan esculpir en la iglesia del convento de Santa Clara.

Interior del Cubo. Bóveda de crucería
Las obras se iniciaron a comienzos de mayo pasado, pero no fue hasta una mañana de finales del mes de julio cuando pudimos ver el espacio y el baluarte libre de los gruesos muros, la uralita y estructura metálica de los tejados del taller. Mientras tanto, se había procedido a actuar en el interior del torreón liberando el suelo primitivo del grueso nivel de relleno que mostraba.

Como es sabido, el torreón y los espacios adyacentes habían sido vendidos por la Casa de Medinaceli a Cayo José López, el que fuese primer Marqués de Encinares, a finales del siglo XVIII. De tal manera que esos espacios desde entonces fueron adoptando nuevas funciones y, poco a poco, fueron cambiando y degradándose.

Probablemente, la construcción de un cobertizo al otro lado del torreón motivó la apertura de una puerta de comunicación con éste y la elevación del suelo de la planta baja para enrasarlos. Esta obra, que debe fecharse en el siglo XIX, se completó con la reducción del espacio de la portada extramuros y la colocación de cuatro escalones en el ancho del muro. Así mismo, se cerró con una puerta de menor tamaño, el arco que protegía la portada intramuros.



Lápida funeraria del siglo XIX que formaba parte del suelo

El suelo de ladrillo y los escalones ocultaban un relleno de acarreo, suelto, en el que han aparecido algunos fragmentos cerámicos de tinajas, platos o vasijas, que pueden ser fechados entre los siglos XVII al XIX, restos óseos de animales, metálicos y un proyectil. Reaprovechada como parte del suelo, y vuelta, había una lápida funeraria de mármol. Fechada en 1849, cerró el nicho en que fue enterrada la señora María Antonia Hurtado, esposa de Isidoro García de Vinuesa, que fue administrador del duque de Medinaceli.

Al derribar el muro que cegaba la portada extramuros se ha descubierto la media caña que adornaba el arco y el umbral primitivo de pizarra. Por cierto, que la altura inadecuada que tiene hoy el escalón se debe a que se rebajó el suelo extramuros para facilitar el tránsito por el arco que se abrió en la muralla.

Interior del Cubo. Columna que soporta uno de los nervios de la bóveda de crucería y hornacina emplazada en el hueco de la tronera

Tronera de cruz y orbe


Pero el descubrimiento patrimonial de esta obra ha sido, a mi juicio, la aparición de una tronera que había permanecido oculta por la pared del taller. Situada en el comedio del cubo y en una posición muy baja, es un hueco en el muro, provisto de abocinamiento interior, que servía para disparar con armas de fuego. Está fabricada en granito y, por la forma de su embocadura externa, es de las llamadas de cruz y orbe. Las troneras más antiguas se fechan en el último cuarto del siglo XIV; mas parece que su introducción en España no es anterior al primer cuarto del siglo XV. Esta pieza descubierta, pues, es una de las más antiguas conservadas, ya que su cronología debemos situarla entre 1426 y 1449, las fechas extremas de la construcción de la muralla como hemos visto.


Estado actual de las obras

Con esta actuación patrimonial y urbana creemos que nuestra ciudad recobrará un área, el de la puerta de Badajoz y el arco del Cubo, ciertamente degradada y deseamos sea, a partir de ahora, un espacio positivo de referencia en nuestra visión de Zafra.


Texto tomado de Rubio Masa, Juan Carlos "El cubo de la muralla y la puerta de Badajoz. Hacia una nueva imagen de Zafra", publicado en Zafra y su Feria, 2009.
  




martes, 21 de abril de 2020

ESGRAFIADOS DE ZAFRA

Desde los años setenta, en las guías turísticas se suele ponderar la belleza de los “pueblos blancos” y describir rutas para poder visitarlos. Forman esos pueblos una tipología de la tierra mediterránea sureña, por lo que no deja fuera algunas localidades bajoextremeñas. Sin duda, la cal, la blancura del enjalbegado dota de un especial encanto a las fachadas de las casas. Una gracia que se extiende a los conjuntos urbanos que, vestidos de impoluto blanco, se tejan de rojo.

Pero esta clasificación, no siempre refleja la verdadera historia de los edificios, al obviar que bajo esa blancura se oculta, a veces, una pintura mural basada también en la cal, pero de apariencia y color bien distintos. Nos referimos a la técnica del esgrafiado, que se aplicaba cuando la vivienda ya estaba prácticamente concluida y se pasaba a rematar su fachada o zócalos, interiores o exteriores.

De este modo se introducen elementos ornamentales, unas veces sacados de repertorios cultos, otras de gran ingenuidad y primitivismo, que suponen una aparente alteración de la austeridad dominante en la arquitectura vernácula. Pero su uso se extiende a monasterios, iglesias, ermitas, palacios y casonas solariegas, que se sirvieron de este tipo de ornamentación para ocultar sus pobres paramentos de pizarra y ladrillo, con simples esgrafiados de sillería falsa o para extender todo un rico programa heráldico y simbólico.

Pero lo cierto es que su uso estuvo muy extendido en toda la región, hasta el punto que si desprendiéramos del encalado, tan tradicional en el sur de Extremadura, de muchas de las casas tradicionales, aflorarían sin duda restos de esgrafiados, como ha ocurrido en los casos de viviendas zafrenses a los que aludiremos.


Casa de la calle Toledillo

La técnica del esgrafiado

El esgrafiado es una técnica decorativa de muros y bóvedas, a la que se atribuye un origen italiano; si bien, su uso en España está muy extendido desde, al menos, el siglo XV. Y en Extremadura alcanza cotas de gran calidad en los restos conservados fundamentalmente de los siglos XVI al XVIII.
Para ejecutarlo es preciso que sobre los paramentos (generalmente pobres: mampostería o ladrillo) se extiendan varias capas de mortero de cal, para que hagan un cuerpo con el muro o bóveda y no se desprendan. Sobre ellas se aplican las capas de revoco final de un espesor de pocos milímetros. Frecuentemente estas capas últimas van coloreadas, es decir, son una mezcla de cal y arena teñida con algún colorante, a veces carbón vegetal o ladrillo machacados.

Cuando estas últimas capas están mordientes, es decir, el revoco está todavía sin fraguar, pero seco al tacto, se procede a aplicar sobre ellas una plantilla o molde de hojalata, en la que van silueteados o en negativo los motivos ornamentales, dependiendo del efecto (relieve o rehundido) que se quiera lograr. Con una espátula o raspador, el alarife pasa después a descarnar la última capa de revoco para provocar el contraste que busque.

Los esgrafiados más abundante y sencillo son los de sillería falsa. El albañil no necesita más que una regla o listón de madera para guiarse por los paramentos y simular un aparejo isódomo o regular (muro en el que los sillares son de igual altura y se hace coincidir la unión de los sillares de una hilada con el medio de los que están encima). Lo normal es que el sillar simulado vaya raspado y la llaga blanca y sobresaliente, pero también podemos encontrar ejemplos a la inversa. Como los primeros están decorados, aunque con muchos defectos ya, por el paso del tiempo, los muros exteriores de la colegiata de la Candelaria y lo estuvieron los interiores. Esa misma ornamentación tuvo el monasterio de la Encarnación (iglesia del Cristo del Rosario) o el monasterio de Santa Clara, por citar ejemplos de nuestra ciudad.

Muy originales son los figurados y ornamentales (blasones, medallones con bustos, querubines, roleos vegetales, siluetas anomalísticas…) que suelen ser de origen libresco, para ello tras realizar unas plantillas de las formas deseadas se pasan al muro. Más abundantes son los motivos geométricos de raíz popular que bien se trazan con plantillas o con regla o compás. Un ejemplo paradigmático de este tipo de ornamentación esgrafiada encontramos en la conventual santiaguista de Calera de León; y aquí, en Zafra, son abundantes los motivos heráldicos de la Casa de Feria y las cenefas de roleos en el monasterio de Santa Clara.

En el mismo convento, decorando la fachada de la puerta reglar, hay un conjunto de esgrafiados, en el que se usa ceniza o carbón machado en la mezcla del mortero, para simular un zócalo de sillería y un marco arquitectónico para una hornacina. Conocemos su fecha: un letrero, lógicamente esgrafiado, recuerda que se hizo «EN EL AÑO DEL SEÑOR DE 1625». Pero esta ornamentación no siempre estuvo a la vista, enjalbegada permaneció oculta hasta hace unas décadas: poco a poco, las clarisas fueron descubriendo esta pequeña joya, que el cambio de gusto o ciertas creencias la ocultaron bajo un impropio encalado.

Pero, en Zafra, nos esperan sorpresas. En el propio convento, en la recepción del Museo Santa Clara, situada en la sacristía, hay algunas catas en las que se advierten preciosos esgrafiados, que esperan su restauración. Pero será la imagen de la capilla y el arco de Jerez las que puedan maravillarnos cuando se proceda a la restauración de su fachada extramuros, si alguna vez se acomete. En el pasado, toda se mostraba esgrafiada (como la puerta de La Salud de Plasencia) y, por tanto, de un tono de color y de una apariencia distinta por su ornamento. Fíjense, tan solo, en uno de los laterales de la espadaña. En la última restauración que se acomete en el edificio ya se advirtió la presencia de esgrafiados y la directora de la obra rescató como una muestra los que había en esa zona. La falta de presupuesto impidió continuar con el resto, mas esa es otra historia…

Dos hallazgos recientes

Son bien conocidos en Zafra, además de los ejemplos señalado, los esgrafiados de la planta alta de la Casa del Ajimez, que siempre se mantuvieron a la vista, enmarcando la célebre ventana bífora, o el de la casa de la calle Badajoz, descubierto hace unos quince años bajo capas y capas de cal blanca que ocultaban su relieve. Hace menos años pareció un fragmento de pared pintada y esgrafiada en la esquina exterior de capilla de San José: una pieza, por ahora singular, que espera su recuperación para nuestro disfrute.

Pero, en los dos últimos años hemos visto como afloran muestras de ese pasado, de esa imagen oculta de la ciudad y se restauran gracias, sobre todo, a una nueva sensibilidad por el patrimonio que está calando entre nuestros convecinos.

La primera muestra la encontramos en una casa de la calle Toledillo. Es solo un fragmento de la decoración mural que debió cubrir toda la fachada a finales del siglo XVI. Quizá sea el ejemplo más antiguo conservado, aunque la datación dada deba ser provisional a tenor de la persistencia en el tiempo de este tipo de ornamentación entre los alarifes. El alzado de la casa, decorado con sillería falsa (450 X 320 cm de superficie mural), culmina en una cenefa (de la misma longitud por 80 cm de alto) con roleos y formas que recuerdan los grutescos y la labor a candelieri del Renacimiento.

Casa de la Calle de la Cruz

El segundo ejemplar apareció en una casa de la calle de la Cruz, bien conocida por la ornamentación monumental que presentaba: salientes volutas coronando la puerta y las ventanas y pilastras enmarcando el piso alto. Toda enjalbegada ocultaba unos magníficos paneles esgrafiados y unos elementos estucados que ya han superado una primera fase de restauración. Aquí, la ornamentación esgrafiada es de raíz más popular, en contraste con las formas arquitectónicas cultas y de claro barroquismo. Una labor de entrelazado curvilíneo serpenteante con cuadrifolias en los espacios libres y unos originales cuadrados recambiados que crecen hasta formar estrellas de ocho puntas, con molinetes en el seno del menor. Muy delicada es la cenega de roleos vegetales que enmarca, a modo de un antiguo alfiz mudéjar, el dintel de la puerta. Como casa pudiente, a ambos lados de la puerta aún están las argollas que servían para atar las cabalgaduras.

El proceso de restauración


Como en cualquier proceso de recuperación de una obra dañada o alterada por el tiempo o los malos usos, para restaurar los esgrafiados de estas dos fachadas citadas el primer paso fue realizar catas que permitieran una primera evaluación de daños.

Un momento de la restauración del panel de la casa de la calle Toledillo

Así se advirtieron faltas de adhesión del mortero con respecto al paramento con disgregación elevada del mismo, oquedades con abolsamientos y faltas de cal en los volúmenes del dibujo esgrafiado, desgastes, erosiones en las zonas punzadas. Bajo las capas de pinturas, morteros añadidos, encalados coloreados sobrepuestos, etc. cabe añadir la presencia de suciedades, mohos, líquenes, que ocasionan un trabajo adicional, incrementado por carbonataciones severas.

Después de realizar algunas catas para localizar el sentido del dibujo se fue descubriendo, intercalando el uso del cincel y el bisturí, a la vez que consolidando, ya que mostraban numerosas oquedades y disgregaciones con peligro de desprendimiento, con caseinato y espuma de poliuretano inyectada (según la profundidad y el tamaño de la oquedad) y sicocryl para las disgregaciones y como protección final.

Primera fase del proceso llevado a cabo en la casa de la calle de la Cruz
Posteriormente se procede a reponer el mortero que falta de cal y arena con idénticos materiales y a continuar e dibujo perdido con una base de cal coloreada con pigmentos ocres para compensar la tonalidad amarillenta del original debido a la carbonatación; así mismo se entonan las líneas del dibujo con cal muy diluida y pigmentos grises-azulados a semejanza de los colores empleados originalmente.

Y en el caso de la casa de la calle Toledillo, a fin de evitar que, una vez terminadas las labores de restauración, se actúe en la limpieza de los ladrillos que sobresalían en ángulo, a modo de pequeño alerón, para la eliminación de caliches, se decidió acometer su limpieza.

La restauradora actuando en la cenefa que bordea la puerta de la casa de la calle de la Cruz
  
En síntesis, el proceso seguido en ambas fachadas consistió en limpieza superficial (eliminación de capas sobrepuestas de cal, carbonataciones, exudación de sales, etc.). Consolidación  interna mediante inyecciones de caseinato. Consolidación externa con estabilizante higroscópico. Cogida de bordes con mortero de cal y arena. Reintegración del mortero a bajo nivel. Reintegración de esgrafiados a bajo nivel y con entonación mediante cal y pigmentos puros y protección final.


Tomado de Rubio Masa, J.C. y Polo Serrano, Victoria. "Esgrafiados de Zafra. Una antigua técnica de pintura mural que se va desvelando". Zafra y su Feria, 2010.

viernes, 17 de abril de 2020

A LAS PUERTAS DE CUASIMODO...





LA IMAGEN DE LA VIRGEN DE BELÉN EN EL SIGLO XVIII

«Y tu feliz Belén, Cortte dibina,
cielo donde arden tanttas luzes vellas, 
alvergue de María peregrina,
que las obscuras sombras buelbe estrellas, 
de esa luzientte y prodijiosa mina
a nuestras almas lleguen las centtellas
de esa amorosa esfera caigan raios 
de la fe alienttos, de el error desmayos»


El Libro de Acuerdos y Quentas de la cofradía de Nuestra Señora de Belén y Señor San Christoval, iniciado en 1738, viene encabezado por un largo «Canto a la Virgen de Belén», al que pertenece la estrofa anterior, y un dibujo a tinta de su imagen, que puede verse reproducido en esta página, que nos la muestra en la hornacina del retablo mayor que entonces adornaría la ermita.
No es usual que, al comienzo de un antiguo libro de Hermandad, aparezcan imagen devota y oración particular unidos como fervorosa invocación de la cofradía a su titular. Su singularidad y los listados de prendas, que nos ofrecen los inventarios de bienes, nos permiten conocer la apariencia de la Virgen de Belén en aquel siglo.

La estampa nos revela que se trata de una imagen de vestir, una escultura de «bastidor» como se las denominaba en época barroca. Unas imágenes que muestran tan solo la cabeza y manos talladas y policromada, ya que es la única parte de la escultura que va a ser vista por los fieles. El resto, oculto por las vestiduras, consta de un torso, apenas esbozado, unos brazos articulados y un armazón de madera, llamado bastidor o canastilla, que lo aupa. Pero, a veces, como puede ser el caso de la imagen que nos ocupa, una antigua imagen de talla completa, podía ser “modernizada” y adaptada para ser vestida.

El gusto por las imágenes de vestir, aunque cuenta con ejemplos medievales, adquiere un gran desarrollo a partir del siglo XVI, alcanzando la cumbre en las centurias siguientes. Tejedores, bordadores, alfayates, orfebres, vestidores o camareras se esforzaban en vestirlas con diferentes atuendos, para ajustarse a las festividades del año o de los usos litúrgicos o doctrinales para los que se destinase la imagen. Con su labor buscaban crear un simulacro piadoso, una apariencia divina y efímera que debía mover a devoción a los fieles al hallarse a las plantas de una imagen «peregrina», es decir, adornada “de singular hermosura, perfección o excelencia”.

Y así, el vate o el dibujante, si acaso no sean el mismo, del retrato dieciochesco de la Virgen de Belén, nos advierte de su perfección en una estrofa que dispone a sus pies como friso de requiebros:

«YNIMITABLE ECHVRA, YMAGEN BELLA, RETRATO FIEL DE
A/QUELLA PRODIGIOSA, EN EL FELIZ BELEN MADRE Y/
DONZELLA, DEL PODER HIJA Y DEL AMOR ESPOSA: TV A QUIEN/
SOBRA LA LUZ PARA ENZENDELLA, Y PARA SER AMADA EL SER
HERMOSA/ INFVNDE A TUS DEVOTOS TAL FINEZA, QUE NO
RESPETEN MAS DE TV BELLEZA»

La imagen erguida y algo envarada en su ademán muestra en el dibujo sus mejores galas: las destinadas a fiestas y procesiones. Un inventario del siglo nos indica que lleva «un bestido entero de tisú blanco, delantera, casaca, falda y manto, con flores de oro y galón fino».
El tisú, del que estaban fabricadas todas las piezas de que constaba el atuendo, era una tela de seda bordada de ramajes, flores y pájaros sobre oro o plata, que se guarnecía con un galón: un tejido fuerte, hecho de seda, hilo de oro o plata, que remataba las orillas de la ropa, sin exceder de dos dedos de ancho.

El torso de la imagen se cubre, primero, con una camisa de tela fina blanca y puntillas en el borde; sobre la que se colocaba la casaca, una pieza entallada, con mangas, que apenas llegan a la muñeca, y con unas prolongaciones laterales o faldillas que salen de la cintura hasta sobrepasar las rodillas. Encima lleva la delantera o ropilla, una vestidura corta y ceñida con brahones, es decir, roscas o dobleces a la altura de los hombros, de los que penden mangas sueltas o perdidas.

Desde la cintura a los pies viste una falda, también llamada en la época basquiña o brial. Por debajo de esta prenda, la imagen usaba una o varias enaguas y un guardainfante: armazón hecho de alambres con cintas, que se ataba a la cintura, con la finalidad de dar vuelo al brial. Muy usado en los siglos XVI y XVII, permitía a las mujeres embarazadas ocultar su estado y en las imágenes darle volumen.

El manto, en forma de capa, cae desde los hombros hasta alcanzar y exceder la peana de la imagen.

Sobre la cabeza lleva una toca grande que cubre los hombros, estaba hecha con velillo, una tela muy ligera y sutil, adornada con perlas falsas y piedras. Mientras que el rostro se enmarca con un rostrillo, adorno que usaban las mujeres alrededor de la cara y que en el siglo XVIII se mantenía solo en el atuendo de las imágenes de la Virgen o de algunas santas. Es una pieza oval de tela acartonada adornada de aljófar, perlas menudas e irregulares, que servía también para aumentar de forma efectista el semblante de la imagen.

Para darle mayor vistosidad, tanto la falda como el manto se adornaban con lazos. Un inventario enumera que tenía la imagen para su ornato una «docena y media de lazos carmesíes», «ocho lazos anchos vordados verdes y encarnados», «quinze lazos encarnados con estrellas y piedras» y «dos docenas y media de lazos azules y blancos».

Unas vestiduras de marcada semejanza con las galas profanas, los vestidos de Corte, de la alta nobleza de la España de los Austrias; que, aunque desfasadas, aún se mantenían en el siglo XVIII, dado que su deslumbrante apariencia servía a los humildes devotos, que acudían a su ermita a venerarla, para imaginar la magnificencia y el esplendor del cielo. Y, como Reina de tan sublime estado, ceñía su cabeza con una «corona imperial de plata» y en su mano derecha portaba un «zetro de plata con su azuzena de piedras azules y encarnadas».

Con su brazo izquierdo sostiene al Niño Dios, acentuadamente ladeado, engalanado a semejanza de su Madre; aunque con menos piezas, al solo mostrar una sotana o vestidura talar y manto, bajo las que vestía camisitas y enagüitas blancas con encajes. Llama la atención la gorguera, pieza de lienzo plegado y alechugado puesta al cuello, el que se cubra con una corona imperial y porte en su mano izquierda la bola del Mundo como símbolo de su poder. Sin embargo, los inventarios coevos no referencian ninguna de esas piezas, tan solo se anotan «unas potenzias de plata que tiene puestas el Niño Jesús que tiene la Virjen».

Cuando salía a bendecir los campos de Zafra, el Domingo de Cuasimodo, la Virgen de Belén lo hacía con las galas expresadas y en unas andas a modo de templete con «mástiles dorados», precedida de un gran «pendón de damasco carmesí» con su cruz de plata, al que flanqueaban los dos alcaldes de la Cofradía con sus respectivas varas.

Mas la imagen en sí, a pesar de las excelencias cantadas por el poeta místico cuyos versos encabezan el Libro de Acuerdos y Quentas, cambió pocos años después. No sabemos si también su indumentaria. En 1750 se anotan los gastos de la profunda transformación que sufrirá la imagen: el tallista Francisco de Prada se ocupó tanto de renovar la cara, a la que colocó unos ojos de cristal, y las manos, como de «desbastarla por su mucho peso». La talla primitiva, obra de fecha imprecisa, fue destrozada para hacerla más realista y para aligerarla de peso en las procesiones.

A diario, la imagen vestía de manera más sencilla. El inventario de 1738, enumera las siguientes prendas:

«Otro vestido entero de tela verde de la Virgen con galón sin manto. Otro vestido entero de tela vlanca vueno con cuchillejo. Otro manto de tela de oro blanca y flores de seda encarnada. Otro vestido de tela de plata y oro de color de ámbar sin manto. Un manto de chamelote de plata azul. Otro vestido de lama de plata biejo sin manto. Otro medio manto de raso verde con cuchillejo de plata. Otro vestido de tela azulado sin manto. Quatro delanteras de raso encarnado con galón de seda que sirben de manto. Una casaca y guardapiés amarillo de tafetán con encaje negro. Un guardapiés de chamelote azul. Otro guardapiés de raso azul con galón blanco de seda. Otro guardapiés de raso encarnado que está actualmente tiene puesto la Virjen. Una mantilla de raso encarnado forrada en tafetán azul. Otra mantilla de felpa amarilla con dos guarniciones. Un jubón de raso encarnado con encaje blanco. Un bestido de felpa azul con galones de plata sin manto que tiene puesto la Virjen. Una vasquiña de pelo camello negro que tiene puesto devajo la Virjen y un guardapiés de granilla también. Un vestido negro sin manto. Dos guardainfantes de alanbre y zinta (…) Dos camisas de la Virjen finas con puntas. Dos enaguas blancas llanas (…) Otras dos tocas blancas con perlas ya serbidas. Otra toca amarilla ya serbida. Otra toca con encaje para la Nabidad». Y para la del Niño: «Un bestido de medio tisú encarnado que tiene puesto el Niño Jesús. Dos camisitas con encaje. Dos enagüitas blancas también del Niño. Una mantilla del Niño de damasco encarnado».

Tomado de Juan Carlos Rubio Masa. "La imagen de la Virgen de Belén en el siglo XVIII". Revista de le ermita de Belén, 2008.

martes, 14 de abril de 2020

LOS COSOS TAURINOS DE ZAFRA

1. Plaza de Toros de Zafra


LOS COSOS TAURINOS DE ZAFRA
A propósito de los 175 años de la reinauguración de la plaza de toros



Cabe suponer que los moradores de Zafra que asistieron en los primeros compases de 1394 a la toma de posesión de la localidad por parte de los representantes de Gomes I Suárez de Figueroa se interrogaran acerca de cuánto tiempo permanecerían bajo la égida del nuevo señor y qué destino les esperaba. Cuestión lógica vistas las veces que la villa había cambiado de manos y el escaso interés que unos y otros habían mostrado. Los primeros años del señor de Feria no fueron muy diferentes, al decantarse como lugar de residencia de su corte la localidad de Villalba de los Barros. Pero en la década de 1420, vista la mejor ubicación geográfica de Zafra, decidió establecer en ella la capital de sus dominios. Esta decisión, como no podía ser de otra forma, trajo aparejada, entre otros aspectos, el inicio de una transformación urbana que se alargaría en el tiempo hasta comienzos del siglo XVII. Fruto de ella fue una fisonomía que todavía hoy se puede apreciar.

Resultado de estos cambios urbanos fue el surgimiento de varios espacios intramuros libres de edificios que acogerían actividades públicas de diverso calado. El más descollante sin ningún género de duda, una vez erigida la nueva iglesia y trasladado el cementerio, es la plaza Grande. Su amplitud y su ubicación acabó por convertirla en lugar ideal para el tráfago comercial auspiciado por las ferias y mercados semanales, y escenario para acoger las más diversas manifestaciones: representaciones teatrales, procesiones… y recinto taurino.

Este tipo de plaza se adaptaba perfectamente para la lidia, a imagen y semejanza de lo practicado, por ejemplo, en Madrid con la plaza Mayor. Así pues, una vez acometidas las adaptaciones necesarias, los aficionados zafrenses a los toros pudieron satisfacer sus deseos probablemente desde las postrimerías del siglo XVI. La carencia de fuentes históricas, por un lado, y las escasas referencias que sobre este tipo de espectáculos transmiten los documentos que hasta hoy nos han llegado, por otro, – aquí solo haremos mención de aquellas que indican el lugar en el que se celebraron los eventos–, nos impiden conocer con mayor profundidad los numerosos festejos taurinos que a buen seguro se realizaron en los años y décadas siguientes. Los primeros testimonios que nos hablan de dicha plaza como escenario taurino son de los años 1627 y 1629. No volvemos a toparnos con nuevas noticias hasta el año 1760. En cambio, a comienzos del siglo XIX las referencias proliferan un tanto más. Así, en 1802, se celebraron varias corridas promovidas por el Concejo. La organizada en abril de 1812 por las tropas británicas para conmemorar uno de sus avances frente al francés. Seis años después, para conmemorar la onomástica del rey, el general Cruz organizó dos capeas. Las efemérides políticas también eran ocasión propicia, como sucediera a lo largo de 1820, cuando la Junta Patriótica de Zafra organizó varios espectáculos taurinos. O las tres corridas de novillos que en el verano de 1833 se celebraron con ocasión de la Jura de la Princesa de Asturias.

Una de las causas por las que se elegía la plaza Grande como coso taurino era que los promotores no tenían que realizar grandes desembolsos de dinero para su construcción, pues los distintos edificios que en ella se levantaban hacían las veces de muro infranqueable sobre el que sustentar todo el entramado de madera de gradas y acondicionar el ruedo. Pero no todo eran ventajas, existía un inconveniente que mermaba los beneficios que se esperaban conseguir, y este no era otro que los dueños de los edificios gozaban de manera gratuita del espectáculo. Es más, alguno incluso aprovechaba la circunstancia para obtener unos ingresos extras alquilando parte de sus balcones y ventanas; pues que en ningún caso estas debían quedar cegadas por la estructura.

2. La plaza Grande

Todo este cúmulo de circunstancias, junto a la profesionalización que el toreo sufre en el siglo XVIII, convierte, por lo general, la organización de un festejo de este tipo en una inversión elevada. Una forma que utilizaron los emprendedores para optimizar los beneficios fue buscar un espacio alternativo a la plaza Grande. Y lo hallaron no muy lejos de ella, en la antigua plaza de armas del palacio ducal. Abandonada su función militar por la ausencia de su titular, la plazuela de Palacio solo contaba como únicos espectadores que no deberían abonar cantidad alguna a los empleados ducales. Este escenario fue el elegido por la Cofradía del Santísimo Sacramento el mes de julio de 1752 para celebrar una corrida con la que conseguir fondos. En 1774 sería el turno de la Cofradía de las Benditas Ánimas. La victoria de las armas aliadas contra las tropas napoleónicas en San Marcial, fue otra ocasión propicia para celebrar una capea en dicho recinto señorial.

Ahora bien, ya sea porque los organizadores no contaran con el plácet de los señores de la villa o porque sus pretensiones económicas eran menos ambiciosas, encontramos que se levantaron cosos improvisados en distintos parajes extramuros. Así, la mencionada Cofradía de las Benditas Ánimas, medio siglo antes de la corrida de la plazuela de palacio, organizó una corrida en el arrabal de San Benito. En cambio, los organizadores de los festejos de agosto de 1816 optaron como lugar más acorde a sus intereses el Campo de Sevilla.

La Plaza de Toros de Zafra
La provisionalidad en este tipo de edificio es atajada en algunas localidades con la construcción de plazas de toros permanentes. En el Setecientos son varias las que se erigen a lo largo y ancho de la geografía peninsular. Sin embargo, será en la primera mitad del siglo XIX cuando surjan muchas de las que hoy existen. Pero este tipo de empresas requería disponer de cuantiosos recursos para afrontarlas, lo cual no era el caso del Ayuntamiento de Zafra. Pero a falta de iniciativa pública surgieron en la villa otras de tipo privado, siendo la primera de la que tenemos constancia una de 1803, si bien quedó en un simple intento tras la marcha del maestro de obras que iba a regirla. La segunda ocasión sería en 1815, en este caso el promotor iba a ser el zafrense Agustín Matamoros, pero no obtuvo la autorización oficial pertinente. Dos años después será el fallido intento del Hospital de San Miguel, que gestionado por su administrador Martín de Sesma Fernández de Córdoba planteaba la construcción de una plaza en el Ejido, para lo que contaba con el beneplácito del duque de Medinaceli y el apoyo del Consistorio municipal.

Habrá que esperar a 1834, momento en que la villa se halla bajo unas circunstancias terribles ocasionadas por la epidemia de cólera, para que de nuevo se retome el proyecto de una plaza de toros permanente; que se enmarca dentro de un plan más amplio encaminado a generar jornales para el sector de la población más desprotegido, con escasos recursos y hambriento, por medio de obras públicas.

Una de ellas fue el mencionado coso en el Campo de Sevilla, más concretamente en un descampado denominado el Rollo o Molino de Viento, situado a poca distancia del casco urbano de la villa y, por tanto, libre de edificaciones que impidiesen el crecimiento del futuro recinto taurino. En septiembre de aquel año comenzaron las obras. Estuvieron dirigidas por el maestro alarife Miguel Guillén que, ayudado por jornaleros y desfavorecidos afectados en sus familias por la epidemia, consiguió levantar el muro perimetral: un muro circular de mampostería de cal y canto, es decir, fuerte y macizo hecho con materiales del entorno, fundamentalmente pizarra, ligada con cal y arena y ladrillos para delimitar los huecos.

Al año siguiente, tras culminarlo, construyeron, primero, la contrabarrera y, después, el tendido. La contrabarrera es el círculo interior concéntrico al perimetral, pero mucho más bajo. Se levantó, así mismo, de mampostería y se completó con es de ley con la barrera, un tercer círculo concéntrico, pero hecho en madera. Entre ambas existe un pasillo estrecho o callejón que sirve de protección a los toreros y a sus cuadrillas y del que, a través de los burladeros, podían acceder al ruedo o redondel de tierra donde se celebra el espectáculo. El tendido o graderío para los espectadores ocupaba el espacio entre los dos muros antedichos. Se levantó disponiendo una serie de vigas de madera de forma radial e inclinada, unas, y transversales, otras, sobre las que fueron colocando las gradas, asimismo de madera, para que el gentío pudiese acomodarse para presenciar los espectáculos. Enseguida, se abrió al público, celebrándose las primeras corridas aquel verano. 

3. Foto aérea de la plaza de toros y su entorno
En poco tiempo, la estructura de madera del tendido, como estaba colocada a cielo descubierto, fue deteriorándose progresivamente, quizá por falta de cuidados y protección ante las lluvias de otoño o primavera, las heladas invernales o el fuerte sol del estío, o todos los meteoros combinados con alguna plaga de la endémica carcoma o de termitas. Tan grande fue el daño ocasionado al tendido, que se tornó inservible y acabó siendo retirado, por lo que la aún joven plaza quedó reducida a los dos círculos concéntricos de obra señalados. Sobre ellos, dada su buena factura, se asentará el nuevo proyecto de plaza de toros, cuya culminación aconteció hace ahora ciento setenta y cinco años.
En 1842 se volvió a retomarse la idea de que la plaza de toros fuera una realidad. El Ayuntamiento Constitucional, que carecía de fondos suficientes para ejecutar las obras, creó una comisión de vecinos que se encargase de recaudar los fondos necesarios para reiniciar las obras. Solo consiguieron setenta y seis accionistas, algunos menos de los que esperaban, que recibieron títulos de propiedad y se reservaron los palcos. Esto supondrá, en principio, la copropiedad de la plaza entre el Ayuntamiento y dichos subscritores.

Del nuevo proyecto de obra se hicieron cargo los maestros alarifes Antonio Guillén y Luis Vivas, que iniciaron su fábrica en enero de 1843. Suponía fundamentalmente la construcción de un nuevo tendido hecho de mampostería y ladrillo, que iría rematado con palcos bajo arquerías.  El objetivo del proyecto, aparte de mejorar la resistencia del edificio sometido a la intemperie, era aumentar el aforo de la plaza; pero, como desde un principio se había acordado respetar la obra de mampostería levantada en 1834-1835 y construir palcos para los nuevos copropietarios, fue necesario elevar el muro perimetral e inclinar más de lo que habría sido conveniente la solería del tendido y reducir la anchura de los asientos.

Los maestros para construirla siguieron el sistema tradicional de la tierra, con muros de mampostería similares a los utilizados al inicio de la plaza, tanto para recrecer el muro perimetral, como para los nuevos dispuestos de forma radial y a tramos regulares. La novedad radicaba en el uso, para aupar el tendido, de bóvedas rampantes de ladrillo, volteadas sin cimbra. Las bóvedas, generalmente rebajadas, están fabricadas de manera similar a las que se hacían en las viviendas tradicionales extremeñas, solo que tienen base forma trapezoidal y una fuerte pendiente por no arrancar sus lados menores de la misma línea horizontal. Los espacios inferiores generados se utilizaron para vomitorios, enfermería o almacenes y se iluminan a través de ventanas rectangulares.

3. Foto aérea de la plaza de toros y su entorno
Los setenta y ocho palcos ocupan un amplio espacio en lo alto del recinto. En el interior de la plaza, ofrecen un aspecto porticado, con arcos de medio punto sobre columnas toscanas, abrazadas por sencillas rejas de hierro forjado, que sirven de antepecho y separación. Al exterior, esta área se advierte por la presencia de arcos de medio punto sobre gruesos pilares, tras los que hay un pasillo que da acceso a los mismos. La cubierta, que originalmente debió ser a tejavana, se ocultó con techos planos de cañizo y en el frente interior con un “paño baranda”, distribuido en tramos con netos sobre las columnas, de los que aún sobresalen unos hierros verticales que bien pudieron sostener jarrones, a la manera de las casas acomodadas de la ciudad.

En principio, no debía estar prevista la concesión de los palcos a los copropietarios individualmente, dado que las obras concluyeron en junio de 1844 y el sorteo de los mismos no ocurrió hasta tres años después, en mayo del 47. Lo cierto es que el palco central, de mayor anchura y coronado por un frontón triangular, se lo adjudicó el Ayuntamiento para la presidencia de las corridas. Y el resto se distribuyó por sorteo, previa numeración de los mismos con azulejos trianeros. Actualmente, solo cincuenta y dos de ellos siguen en manos particulares, todos situados en sombra y a los lados del presidencial: en el derecho, los numerados del 1 al 24 y, en el izquierdo, los que van del 49 al 77.

Las primeras corridas, «en la plaza de mampostería que acaba de construirse con el mayor gusto», se celebraron del 18 al 20 de agosto de 1844, como reza el cartel de los festejos, que se reproduce en cerámica en una de las entradas principales de la plaza. En él se informaba de los toros que se lidiarían cada una de las tres tardes, del «par de banderillas de todo lujo, con cualquier clase de pájaros y cintas» adornadas que se pondrían al primero de los toros y del «vistoso castillo de fuego» que cerraría la función. Todo bajo la presidencia de Alfonso Ramírez Sanromán, alcalde constitucional entonces.

Mas, los años inmediatos resultaron sin embargo azarosos, pues la plaza sufrió un derrumbamiento apenas terminada. El último día de diciembre de ese año, seguramente por deficiencias constructiva más que por las inclemencias del tiempo, se hundió una parte importante de los palcos. Como es de suponer los copropietarios plantearon inmediatamente un pleito a los maestros alarifes, que tuvieron que aceptar las conclusiones de los peritos en arquitectura y devolver parte de los pagos recibidos. Siendo insuficiente estos y careciendo de fondos el Consistorio, los copropietarios propusieron levantarla a su costa la plaza a cambio de obtener la propiedad absoluta del inmueble en ruinas, asunto que es aceptado por la municipalidad.

A pesar de que Vivas Tabero escribe, más de cincuenta años después de los hechos, que «se hundió el palco del Ayuntamiento y 16 de los más próximos, creemos que la ruina afectó a parte o a toda el área de palcos situada al sol; pues, en la reconstrucción, las columnas de los mismos no presentan capiteles, sino unos simples listeles de ladrillo como transición al arco. Quizá de la reconstrucción se ocuparon los maestros alarifes Antonio Guerrero o Juan Rodríguez que, previamente, habían tasado el valor del solar y del edificio ruinoso en él levantado.

5. Bóvedas de ladrillo
 Superado este contratiempo, desde 1854, el coso zafrense emprende su deambular sin graves contratiempos, tan solo las reformas necesarias para mejorar la accesibilidad o ajustar la plaza a las nuevas regulaciones taurinas. En este tiempo que media, se reforman los corrales para los toros y se adquiere solares colindantes; se hizo la separación entre sol y sombra tras adquirir unas rejas que, según nos señalan, pertenecieron a la Plaza de la Maestranza de Sevilla, se abrieron y construyeron nuevos accesos a los palcos, se reformó la enfermería que, por cierto, podría ser una extensión del cercano Museo de la Medicina y la Salud por el instrumental antiguo que aún conserva en magníficas condiciones.

En fin, una plaza hermosa, muy distinta de las que conocemos por ser obra de la tierra y que merecería ser mostrada junto con su historia y la de la tauromaquia en nuestra ciudad.

José María Moreno González y Juan Carlos Rubio Masa
Cronistas Oficiales de la Ciudad
Artículo publicado en la revista Plaza de Toros de Zafra. Coso Molino de Vientos de 2019

viernes, 10 de abril de 2020

EL SANTO ENTIERRO EN EL MUSEO

La procesión del Santo Entierro de Cristo constituye uno de los momentos cumbres de la Pasión. El dramatismo que de ella emana obliga a un planteamiento riguroso, sobrio y de gran sentimiento. La muerte de Jesús constituye el fin y el principio de una nueva vida. Mensaje que la Iglesia desde bien pronto promovió, dramatizándolo el Viernes Santo mediante una procesión.

En Zafra, aunque los documentos que se conservan son de la Edad Moderna, no hay duda de que ya se celebraba en tiempos medievales. Las imágenes más antiguas que procesionaban eran el Cristo yacente indiano y la Virgen de los Remedios. Pero a partir de 1966, por acuerdo con las hermanas clarisas, lo hicieron estas dos imágenes propias del convento. Para el Cristo yacente, en 1968, se estrenó el paso actual, tallado en madera de caoba por los hermanos Carrasco, y para la Virgen de los Dolores el pasó hubo de esperar a 1973.

La Dolorosa expresa un dolor profundo en su rostro y gestualidad, que se acomoda vivamente a la contemplación dramática de su hijo colgado en el madero. El Yacente busca epatar a los fieles con su rigor mortis, tétrico rostro y aparente realismo anatómico. No se concibieron para formar un conjunto devocional sino cuando la Cofradía las usó para su estación de penitencia. La Virgen es una talla de escuela andaluza y de finales del siglo XVII, realizada seguramente en Sevilla o por un escultor conocedor de la estética sevillana; mientras que el Cristo es una obra local, realizada en la primera mitad del siglo XVIII.

Las imágenes fueron sustituidas en 2010 por otras, propias de la cofradía, realizadas por el escultor sevillano Daniel del Valle




PEDRO DE VALENCIA: CUARTO CENTENARIO

Hoy, 10 de abril de 2020, se cumple el cuarto centenario de la muerte del humanista zafrense Pedro de Valencia en la Villa y Corte. A pesar del tiempo transcurrido su figura y su obra no han caído en el olvido, debido en gran medida a la labor de investigadores e instituciones educativas y culturales.

El Centro de Estudios de Estado de Feria y el Museo Santa Clara de Zafra, organizadoras de las Jornadas de Historia de Zafra y el Estado de Feria, han decidido dedicar las XXI Jornadas a tan destacado personaje, para ello se ha invitado a diversos especialistas para que nos hablen sobre aspectos de su obra.


No obstante, como anticipo, en este 10 de abril los cronistas de Zafra creemos que es una buena ocasión para conocer algunos pasajes de la vida de tan destacado hijo de esta ciudad.


 
Retrato de Pedro de Valencia. Instituto Valencia de Don Juan, Madrid




Nacido el 17 de noviembre de 1555 en el seno del matrimonio formado por el cordobés Melchor de Valencia y la zafrense Ana Vázquez, recibió las aguas bautismales en la nueva Parroquia de Nuestra Señora de la Candelaria, la cual el vería convertida, aunque ya no morara en Zafra para entonces, en Insigne Colegial. Pasó Pedro de Valencia los primeros años de vida en su villa natal hasta que la familia se trasladó a Córdoba, donde estudió Arte y algo de Teología en el colegio de la Compañía. A pesar de sus intenciones de cursar estudios eclesiásticos, fue enviado por la familia a Salamanca para formarse para formarse como jurista.

Lo más destacable de sus años de estudiante es el interés que mostró por los estudios teológicos y por aprender lenguas bíblicas, así como la fama de lector incansable que tuvo. De su estancia en Salamanca surge su relación con el Brocense y de manera indirecta su conocimiento y amistad con el que sería su maestro más admirado, Arias Montano.


Tras sus años de estudiante, y la muerte de su progenitor, regresó a Zafra dedicándose al ejercicio gratuito de su profesión y al estudio de autores clásicos y de los textos bíblicos. Alternó en esta época la residencia en Zafra con temporadas junto a Arias Montano, a quien servía como colaborador y amanuense, en la Peña de Aracena y Sevilla. En 1587 se casó con su prima Inés de Ballesteros con quien tuvo una descendencia numerosa, destacando entre sus hijos, Melchor, que fue catedrático en Salamanca, y sucedió a su padre como cronista del reino. La familia llevó siempre una vida tranquilla, con bastantes apuros económicos hasta que se trasladaron a Madrid para ocupar Pedro de Valencia el puesto de cronista de Felipe III.


El talante de Valencia es el propio de un humanista, penetrado por el espíritu erasmista que se extendió por los ámbitos más cultos e inteligentes de la época, con una considerable dosis de escepticismo que le permite la mirada crítica hacia todo lo que le rodea y que convierte esta mirada en un estudio responsable e inteligente. Se trata de alguien respetado y escuchado por los hombres más importantes del momento, de un creyente que es capaz de mantener su fe sin entrar en conflicto con las evidencias que la razón le trae ante sí y, lo que es más importante, sin caer en las muy activas manos del Santo Oficio.


Dos de los textos más importantes de Pedro de Valencia son el “Discurso sobre el precio del trigo” y el “Discurso acerca de la moneda de vellón”. Ambas obras critican las nefastas consecuencias que las sucesivas alteraciones provocan en la gente más pobre.


De ideas prefisiocráticas, basa la riqueza de un país en el desarrollo de la agricultura. Ataca de frente el problema de aquellos que no quieren trabajar, como lo demuestra el “Discurso contra la ociosidad”. No se trata de un pensador servil a los intereses de los más poderosos; siempre se pone del lado de la razón y es capaz de proponer un reparto de tierras al mismo tiempo que critica la ociosidad de la mayoría o sale en defensa de la razón y de la cordura ante la Inquisición.


Otros trabajos que salieron de su pluma fueron: “Discurso acerca de las brujas y cosas tocantes a la magia”, “De las enfermedades de los niños”, “Discurso sobre el pergamino y láminas de Granada”, “Discurso sobre el adecentamiento de la labor de la tierra”.


Mención especial merece uno de los primeros textos que escribió el humanista y que concitó en aquellos siglos, e incluso posteriormente, la admiración de los más importantes pensadores. Se trata de su principal obra filosófica, su tratado sobre la verdad,

Academica sive de iudicio erga verum. Constituye uno de los primeros y más importantes estudios históricos que de la filosofía se han realizado en la modernidad por su precisión crítica y metodológica, así como por su gran respeto y conocimiento directo de las fuentes.

En sus últimos años se afanó por defender la labor y los trabajos de su maestro Benito Arias Montano.

martes, 7 de abril de 2020

TRES MESES SIN PACO CROCHE

Ayer, 6 de abril, se cumplieron tres meses del fallecimiento de Francisco Croche de Acuña, el decano de los cronistas de Zafra. Y, hoy, hace otros tantos que recibiera sepultura en el cementerio de San Román de nuestra ciudad. 
Y, para ello, qué mejor que rescatar una biografía escrita por Juan Tomás Rayego Benítez, cuando nuestro cronista frisaba los 80 años, y publicada en la revista "Zafra y su Feria" de 2009. Sirva esta publicación como un pequeño homenaje en su memoria.



Pueden verla en el blog de los Cronistas de Zafra.


 

viernes, 3 de abril de 2020

VIERNES DE PASIÓN / VIRGEN DE LOS DOLORES

EL MUSEO EN TIEMPOS DEL COVID-19 (IV)








































La devoción a los Dolores de la Virgen en España se rastrea en la Edad Media, aunque desde el punto de vista iconográfico es fundamental la imagen que hiciese el escultor Gaspar Becerra por encargo de la reina Isabel de Valois, esposa de Felipe II, para el convento de la Victoria de Madrid.

El artista concibió la imagen, arrodillada ante la cruz, con una profunda expresión de dolor y tristeza, las manos unidas y los dedos entrelazados. Y, como era de vestir, lo fue con las ropas de luto de las viudas castellanas del siglo XVI: largas tocas blancas, mantos negros y un rosario. Más tarde, a algunas imágenes se les añade, en el pecho, un corazón traspasado por siete espadas generalmente de plata.

Este modelo se mantiene aún en la sexta década del siglo XVIII, cuando los marqueses de Encinares encargan la imagen de la Virgen de los Dolores para la entonces Colegial Insigne de Zafra.

La imagen, como era usual, solamente muestra de talla la cabeza y el busto, al que se añaden los brazos articulados y las manos que, al ir unidas, forman un bloque. Todo se asienta sobre un candelero o armazón de listones de madera, que sirve para dar altura a la imagen.

Su rostro, que transmite una expresión de dolor contenido, es muy naturalista y muestra un modelado delicado y una policromía suave. Logra un mayor verismo al utilizar ojos de cristal, lo mismo que las lágrimas que caen por sus mejillas, y pestañas postizas.







miércoles, 1 de abril de 2020

PIEZA DEL MES / ABRIL 2020


UNA PIEZA DEL MES PARA LOS TIEMPOS DEL COVID-19

A pesar de que el Museo está cerrado por la pandemia que sufrimos, no queremos abandonar el programa "La Pieza del Mes", que iniciamos en abril de 2007, pocos meses después de abrirse al público. 
Ahora, como es imposible mostrar piezas de la colección que guarda la clausura, hemos seleccionado piezas de la colección permanente que o ya se conocen o pueden ser vistas cuando toda esta aflicción pase y el museo vuelva a abrir sus puertas.
Y vamos a comenzar con una de las piezas más modestas, pero con una larga historia detrás.



Cuchara de Madre Celia
Madera
24 x 4 cm
Segunda mitad del siglo XX
Monasterio de Santa María del Valle, Zafra




























  









Desde los más remotos tiempos, la humanidad se ha servido de instrumentos, además de los dedos o la concavidad de la mano, para llevarse alimentos a la boca. 

De las cucharas tenemos ejemplos desde el Neolítico, si obviamos el uso previo de conchas de moluscos para consumir, por ejemplo, los líquidos que destilaban las carnes al ser asadas.

Todas las culturas del mundo han usado y usan cucharas elaboradas con los más variados materiales (metales, porcelana, hueso, madera…) y las más diversas formas, tanto de la cazoleta como del mango. Mudando estas y aquellos en razón del estatus social, los gustos temporales o los diferentes usos a los que se destinen en la mesa o la cocina.

Las de madera o de palo han sido siempre propias de gente humilde, por ello las clarisas o hermanas pobres de Santa Clara, además de la templanza en su alimentación, han venido usándolas para ayudarse a consumir la sopa o el guisote que se servían en una escudilla, junto a una navaja que les ayudaba a cortar el pan.

Esta cuchara perteneció a sor Celia del Espíritu Santo (1916-1994), conocida como Madre Celia por haber sido muchos años abadesa del convento. Su vida fue un ejemplo del ideal clariano de austeridad y mortificación. Gustaba de la oración contemplativa en extremo, guiada siempre por el espíritu de pobreza.