Para la liturgia, el sacerdote se reviste con una serie de ornamentos cuyos orígenes se hallan en los vestidos de etiqueta de los primeros siglos cristianos. Poco a poco, se fueron cargando de significación espiritual y su uso ritual dictado por las rúbricas, o rojo en latín, por la tinta que se empleaba para anotarlas.
Entre las vestiduras clericales, la estola y el manípulo, muestran una gran semejanza: son tiras de tela, las antiguas con extremos en hoja de hacha y tres cruces dispuestas en medio y en los cabos; sin embargo, su longitud es desigual y su función, significado y uso diferentes.
La estola, hasta el siglo IX llamada orarium, era un lienzo que las personas distinguidas se colocaban alrededor del cuello y hombros. Pronto se reservó su uso a los ordenados, que se la cruzaban sobre el pecho, con el lado izquierdo encima. Desde el Vaticano II, cuelga recta y se sujeta con el cíngulo. Los diáconos la usan en diagonal, desde el hombro izquierdo a la cintura.
El manípulo, en tiempos antiguos, era un pañuelo de etiqueta, que se colgaba del brazo izquierdo y servía para enjugar el rostro o aclamar en los actos públicos. Desde el Medievo, al perder su función prístina, comenzó a enriquecerse. Ya no se usa.
Fray Luis de Granada (1583) nos explica su simbolismo: «quando se llegó el tiempo de su Pasión, fue llevado preso, las manos atadas con cordeles, y con una soga á la garganta (lo qual nos representa el sacerdote con el manípulo del brazo, y la estola que se pone al cuello)».
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