Las calles de la
ciudad constituyen el dédalo por el que discurre buena parte de nuestra existencia. Una rutina que no se traduce en familiaridad,
pues deambulamos ajenos a cuanto representan. Sin embargo, una simple mirada a
su toponimia sirve para adentrarnos en la urdimbre de su historia.
Dejando
a un lado a las que se vieron sometidas a la perniciosa “resemantización”
derivada de los avatares políticos, todavía perviven algunas con su
denominación original. Una designación que hacía mención a los artesanos
asentados en ella, al vecino que había destacado por algún motivo, por tener
acomodo en ella un representante del poder, por albergar un edificio singular… Son
varios los ejemplos que existen en Zafra, pero en esta ocasión nos ocuparemos
de la calle Pasteleros.
Desde
las postrimerías de la Edad Media, Zafra fue cobijando a un mayor número de
artesanos de todo tipo. Su presencia no era sino un testimonio más del
dinamismo de la villa. Entre estos no podían faltar los dedicados al arte de la
repostería. Pasteleros y confiteros daban en sus tiendas cumplida satisfacción
a una heterogénea y golosa clientela, que acudía al reclamo de los efluvios
procedentes de los frutos y frutas engolfadas en azúcar y aromatizadas, para
deleite de su paladar y bienestar del ánimo.
La
variedad de productos respondía tanto al buen quehacer del maestro como a su
diversa procedencia. No obstante, también los hubo que recalaron impelidos por las
circunstancias, como atestigua lo sucedido a Juan González.
Era
este un morisco que se estableció en Zafra como consecuencia de la política de
dispersión emprendida por Felipe II a raíz de la sublevación de Las Alpujarras
a finales de la década de 1560. Los pocos datos biográficos que de él nos han
llegado parecen confirmar que, a diferencia de otros coterráneos, tuvo la
fortuna de no sufrir esclavitud. El goce de libertad le permitió ejercer una
profesión en la que los de su religión eran expertos.
Asentado
en la calle Pasteleros, su habilidad se decantó por algo menos complejo que la
pastelería y la bizcochería: la confitería. Para sus elaboraciones, como señala
Covarrubias en su obra, utilizaban primordialmente frutos secos, a los que
añadían una cobertura de azúcar. Para nuestro goce se ha conservado un
inventario de lo que Juan González elaboró a lo largo de 1585. Así, encontramos
que en su confitería se podían adquirir dátiles, tallos de lechuga sin azúcar,
calabazate en almíbar, almendras, secas o azucaradas, y peladillas. También
confituras surtidas: de cilantro fino, de almendra, rajadillos finos (almendras
rajadas y bañadas en azúcar), grageas de anís, melcocha de azúcar (pasta
compuesta principalmente de azúcar), canelones (confite largo que tiene dentro
una raja larga de canela o acitrón). Sin olvidar los mazapanes y bizcochos.
No
sabemos durante cuánto tiempo nuestro confitero siguió ejerciendo su arte en
Zafra. O si la muerte le llegó antes de la oprobiosa expulsión de los de su
minoría tres décadas después. Lo que sí es seguro que buena parte de los
sabores de aquella época no se han perdido, gracias, entre otros, a las obras
de cocineros como Francisco Martínez Montiño o Juan de la Mata.
Así
pues, cada vez que degustamos una de estas chucherías debemos saber que estamos
saboreando algo más que azúcar, estamos rememorando gustativamente el pasado.
Tomado de José María Moreno González. "Sabores de antaño". Madreselva, número 2, mayo, 2014